martes, 21 de junio de 2011

Historia sin fin

Una vez me fui con mi papá, su señora y mi hermano a los Saltos del Moconá, unas hermosas cascadas del interior de mi provincia. Resulta que caminamos junto a una pareja de franceses sobre el Río Uruguay, primero porque el río estaba bajo y, segundo, porque en eso consiste el tour de ese rincón turístico. A mí el agua me llegaba por debajo de las rodillas pero en partes había huecos entre piedra y piedra que al pisar mal, resbalaba y me hundía un poco más, así el agua me llegaba hasta la mitad de mi muslo. En una de esas,  ya cerca de llegar al punto que nos indicaba el guía, me resbalé y me llevó la corriente. Ese era mi fin, pensé de todo en ese momento.
Mi papá, su señora, y mi hermano, más el guía y los turistas, todos mirando y gritándome que me agarre de cualquier cosa, donde sólo había agua, piedras y todo estaba mojado y resbaloso. Hasta que logré agarrarme de unas algas crecidas a una piedra.
Me agarré fuerte pero no podía pararme. El agua corría y golpeaba, me presionaba y me empujaba rumbo a la caída. Estaba hundida en ese metro de corriente, quedé sostenida del verdín como quien se agarra de los pelos de alguien, justo a 10 metros antes de caer por la cascada.
Vino el francés con un palo, tanteando donde pisar, me agarró del brazo y estirándome con fuerza me levantó. Una vez parada, vi las caras de mi familia, asustados todos. Mi papá y mi hermano no pudieron avanzar un metro más desde allí. Se quedaron sentados en una piedra viendo el agua correr y recuperando el color, porque sus rostros se habían vuelto pálidos.
Yo seguí caminando un poco más con los demás, hasta llegar al borde de la cascada, más adelante, donde supuestamente era la vista panorámica. En realidad, terminé más sentida sólo por imaginar estar del lado de ellos viendo como me llevaba el agua. Cada vez que nos juntamos los cuatro de nuevo sale esa experiencia del tintero: “¿te acordás cuando a Pauli casi la lleva el río…?” dicen. Tenía 16 o 17 años.

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